Maria Emilia !



lunes, 3 de noviembre de 2008



Algún día empezaste a pensar, con razón o sin ella, que te sobraban unos kilos. Se acercaba el verano, o una fiesta a la que debías asistir, en la que creías que te sentirías más ágil si reducías peso. Decidiste controlar la comida. Había oído decir que todo lo dulce “engorda”. Por esto suprimiste el azúcar, asi también los pasteles. Decías que no te gustaba, que preferías el te amargo, la fruta a los pasteles... pero nada de ello era cierto. La razón de suprimir todo eso era otra. Te resultó relativamente fácil disminuir dos o tres kilos, y continuaste reduciendo la comida. A continuación suprimiste otros alimentos. La pasta italiana que tanto te gustaba, la eliminaste de tu dieta, así como las patatas fritas, el pan... Empezaste a pedir que la carne y el pescado que los hicieran sólo a la plancha, no tolerabas de otra manera. Vigilabas que en la ensalada hubiera poco aceite y llegaste a pedir que no la aliñaran. No sabes cómo, pero de pronto te diste cuenta de que tu repertorio alimenticio era muy limitado, que ya no comías lo mismo que antes. Pero no sólo cambiaste el repertorio sino que también redujiste las cantidades. Tu familia te decía que comías muy poco y tú lo negabas. Mientras servían los platos en la mesa observabas cuál de ellos contenía menor cantidad. Siempre pedías el trozo de carne más pequeño o elegías la naranja de menor tamaño. Podías llegar a pedir que te cambiaran el plato por el que tenía menos comida, y una vez lo habían hecho temías haberte equivocado y pedías que te lo volvieran a cambiar. Cuando tenías el plato delante intentabas dejar parte del alimento contenido en él. Cortabas en trozos minúsculos la carne, o extendías la ensaladilla por el plato, o escondías un trozo de tortilla bajo unas hojas de lechuga. Empezabas a interesarte por las dietas. Te atraían los artículos de las revistas que hablaban de ello. Te interesaba saber cuántas calorías tenía un producto y empezaste la carrera por conseguir el mínimo de calorías posibles. Si ibas a comprar al supermercado, elegías aquellos productos que llevaban impreso las calorías que contenían, e ibas calculando cuántas sumaban al cabo del día. Siempre elegías el producto con menor contenido calórico. Y así has continuado. Ahora, además, compruebas periódicamente el peso. No es suficiente con haber reducido la comida, sino que precisas comprobar los resultados. Te miras continuamente en el espejo, y en las lunas de los escaparates observas si tus caderas se han reducido, o si tus piernas son suficientemente delgadas o tus mejillas marcan lo suficiente los pómulos. Compruebas si puede ponerte los pantalones de tu prima algo mas pequeña. Miras con detenimiento las imágenes de tus ídolos, y comparas tu silueta con la de los modelos. Si eres un chico, comparas tu tórax con el del deportista que admiras. Sin darte cuenta, la disminución del peso, el modelamiento de determinadas partes de tu cuerpo, de tu figura, se van convirtiendo en lo más importante de tu vida. Quieres reducir peso y reducir tamaño hasta tal punto que te sientes obsesionado, atrapado por ello. Sabes que con el ejercicio físico puedes lograr algo en este sentido. Te dedicas a él cuanto más tiempo mejor. No sólo amplias las horas dedicadas al deporte sino que además procuras practicarlo con la mayor intensidad posible. En casa estás siempre activo. De pronto se desarrolla en ti una afición por colaborar en tareas domésticas, o en hacer recados. Te ofreces a fregar los platos mientras los demás miran la televisión. Con todos estos cambios, efectivamente, bajas peso. Te gusta que te lo digan, es la confirmación de que tus esfuerzos no son inútiles. Y sin embargo, a pesar de que cumpliste el primer objetivo, no te sientes mejor. Tienes miedo de volver a recuperar los kilos perdidos y para evitarlo continúas reduciendo


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